No creo, lector, que haya nada más
ridículo que el desenfreno con la imposible continua marcha atrás hacia la
juventud perpetua. La vida que es devenir, tránsito, paso, y que se han
empeñado no ya en alargarla sino en cambiarle la dirección. Afortunadamente en
Jerez –que conserva sentido del ridículo y la vergüenza ajena– nos encontramos
todavía con gente –la mayoría– que aparenta –mejor o peor conservada– la edad
que tiene.
Viene el asunto porque estuve con un
amigo. Cuarentón él, se podría decir que en la plena madurez estaba, pues a los
delatadores estigmas físicos había añadido un hondísimo fondo espiritual. Su
aspecto era básicamente el que conocí, bien que con unas cuantas arrugas más,
alguna que otra mancha facial, parte del pelo –que empezaba a escasear–
plateando las sienes. Y ese atisbo de ruina física se mostraba al lado de una
rotundidad personal manifiesta, forjada con el haber vivido auténticamente.
Aprovechar el devenir lo había transformado, que mi amigo más hondo era, pleno,
redondo –en una palabra– que cuando nos conocimos. Así se lo manifesté. El
asintió mas comenzó a relatarme una reciente tragedia. Bien poco hacía que al
irse a pelar sugirió el peluquero teñirle las canas. ¡Sus canas, símbolo de la
madurez conseguida con cuántos esfuerzos!
Él, que había conocido cromados y
cueros de los sillones de las barberías
de la Ciudad. Las rejillas de los de las de pueblo, trasuntos de cuartos de
gañanía. Que conoció los “foanes” y “escáis”, los lavados de pelo y cortes a
navaja de las peluquerías de los sesenta. La psicodelia de plafones globulosos
colgantes y blancos cantos y tiradores lacados en los salones de los setenta.
El unisex y la psicoestética de los ochenta, con mucho rayo uva y láser. Ahora
se veía humillado por el modernito de turno con bata pastel, pantalón de
campana, romos zapatos de plataforma, perilla, zarcillito –seguro que tatuaje–
y mirada displicente de quien contempla una antigualla.
Pero no quedó ahí eso. Que en otra distinta
ocasión, apareció un blandito llongueresco que sin mediar pregunta le dijo que
el problema de su crespo pelo era no hacerse la raya en el sitio adecuado. Y
allí que ve Vd. a mi amigo delante del espejo, el paño puesto cual camisa de
fuerza, el pelo mojado, boca entreabierta, gesto perplejo, y esa arpía con el
peine dale que te pego cambiando la raya de sitio –izquierda, derecha...
izquierda– sobre su ya casi venerable testa. Aún no se ha recuperado. Poner su
cabeza en manos de unas locas... pero locas.
AUREO
SANZ RUIZ
Publicado en el diario “ABC.
Edición de Jerez” el 16 de Noviembre de 2001, Viernes.
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