domingo, 13 de abril de 2014

TARJA COFRADIERA. II. LOS JEREZANOS: SENATVS POPVLVSQVE XERICENSIS.









          Salve, lector. Pasado ha la noche de duermevela, perezosamente lenta, que nunca se descansa bien cuando va a amanecer Domingo de Ramos. Levantados, unas vueltas, toro sesteando por el cerrado –qué corrida–, en el silencio probamos cómo la Ciudad acelera paulatinamente su pulso con las primeras Palmas: hasta el mediodía. Luego la quietud, tensa calma: por fin –primera en la calle y escalofrío de Marcha Real por las carnes– la explosión. 


          Hora es de tomar la Ciudad, de hacerla otra vez, como nunca, más nuestra; de pisar distinto; de reencontrarnos con aquel sitio –nunca más sito durante el año– y la memoria de un repeluco –sonaba "La Estrella Sublime"–, la mano trémula de una niña, el brazo de un hijo aupado rodeándote el cuello. Que tanto nos han visto, ay, si los muros hablaran. 


          Se echan a la calle la Ciudad y su Pueblo. Y mire, lector, cómo van tan arreglada y compuestamente; tan pueblerina y catetamente arreglados. Perfectamente casi uniformados. Tan en el recuerdo la vestimenta –¡supuesta ascendencia británica!– de aquellos señoritos balas –querindongas tiradas en un camino; atropellos a guardias– que abandonaron las cofradías cuando, ya sin posibles, no pudieron tenerlas a su antojo y cachondeos. Qué bien van –¡cómo se viste en Jerez!– tirando de la leyenda, falsa memoria colectiva de una postal vaída en sepia [1]. Repare qué comportamiento cívico, urbanidad y modales; qué señorío. Igualito que en otras partes de España. Auténtico sacrificio por magnificar la celebración, incluso hasta lo sumiso. Pisotones, empujones, bullas: ni un mal gesto, pocas malas caras. Qué pe’azo de Popvli tenemos; esto sí que es tolerancia y no la del Califato. El emocionante saber estar, incluso no sabiendo, de Jerez, hasta el último rincón, hasta comulgar con ruedas de molino. 


          Porque, lector, en estos Días, más Pueblo y Senado juntos debían estar. Senatvs: nuestra representación, la del Popvli; los encargados de que tradiciones y ritos vuelvan a cumplirse sin el más mínimo chirrido, con la majestad y en el modo que la Ciudad demanda (o debía demandar) [2]. 


          ¿No ha reparado la profusión de chaqués en nuestras autoridades? [3] ¿Qué me dice de ocurrencias novedosas metidas con calzador? ¿Y de la previsión en los cambios, siempre respetuosos con tradición y opiniones? [4] ¿Se ha fijado en la proliferación de "mobiliario urbano" hasta convertir en bosques las esquinas: urinarios, luminosos, señales... y palmeras? [5] ¿Recuerda un prelado presidiendo el Santo Entierro (calle Ancha, 1993) leyendo una revista? [6] Basta, basta... Jerez no se los merece. De verdad, p’a Senatvs, el que pusieron en el Paso del Ecce Homo [7]. Qué Dolor.




                                                                                                          AUREO SANZ RUIZ


Publicado en el diario “ABC. Edición de Jerez” el 8 de Abril de 2001, Domingo de Ramos.  







NOTAS (Para lectores sevillanos poco hispalizados con escasos conocimientos béticos. 


[1] Una de las más jocosas o patéticas –no acertamos a saber bien qué- “leyendas urbanas” de la Ciudad es la supuesta influencia “directa” británica (vía Oxford Street, Saville Row o Windsor Castle, mismamente, con su vueltecita por un día de Ascot Derby pero sin “pamelas”) en la vestimenta masculina. Entiéndase, los usos en el vestir de una mayoría –amplia, sí- de componentes del patriciado urbano y la legión de ciegos imitadores que sin ningún discernimiento ni atisbo de criterio personal los imitaba y sigue imitando hasta extremos sublimes o ridículos –que tampoco acertamos a discernir cuál- y, siempre, en mayor o menor grado, de tintes irremisiblemente caricaturescos.

          Patriciado, decimos, o clase dirigente vinatera y comercial mixtificada en aristocrática –por emparentamiento con la pequeña nobleza de la zona o la venida de allende las lindes del Bajo Guadalquivir- y terrateniente –con la adquisición de propiedades rústicas, labrantíos o dehesas, fundamentalmente con pretensiones de ganar el prestigio en nuestra tierra de los ganaderos de bravo-. Clase sustentadora de una industria vitivinícola que, después de un florecimiento que comenzó en el Setecientos y se desarrolló en la primera mitad del Ochocientos para tener su apogeo a caballo del cambio de siglo al Novecientos, generaba un producto de alta calidad y reconocido renombre mundial: el sherry o vino de Jerez. Empero, y como paradoja, este patriciado en el ambiente de postguerra tendió como clase dirigente a seguir influenciando la vida ciudadana, como no podía ser de otra manera, pero a dejarse ver cada vez menos frecuentemente pero, a la vez que escasa, quizás más aparentemente, puede que como reflejo de la falta de asiduidad en los actos más aceptadamente populares y queridos en la Ciudad. Clase, que, a su vez, cuando se dejaba ver era para exponerse como algo intangible, lejano, esplendoroso, exclusivo. Y que iba dejando, en suma, de participar directa y activamente en la vida urbana, cerrándose en sus círculos y perdiendo deliberadamente protagonismo: de lo popular, en forma de los cantadísimos rumbo y tronío jerezanos, pasaba a un estilo de vida más, diríamos, “internacional” con la pérdida de poses castizas, tan queridas a la aristocracia romántica y cuyo paradigma aquí fueron los Montpensier, tan apreciadas a la vez por el vulgo. Perdieron ellos. Y perdió la Ciudad. El patriciado urbano vinatero murió, en parte por suicidio casi colectivo. La Ciudad continúa en una agónica decadencia de su sociedad civil –o, de otra forma, el latido del conjunto de los ciudadanos-, que si bien nunca fue de gran vitalidad no llegó a alcanzar las cotas del actual marasmo económico, cultural o político, bien que en sus sentidos más abiertos y amplios se refiere. Lo que antes era cerrada, oclusa o miope no ha pasado a convertirse en una sociedad abierta, propia de una ciudad mediana del mundo occidental, criadora de un producto de renombre universal: el jerez. La Ciudad madre del Jerez-Xérès-Sherry, portillo por el que se comunicaba con el mundo, no abrió sus ventanas de par en par al nuevo aire de los tiempos y yace como un caserón inanimado, cuajado de resquebrajaduras, ruinas, resquicios y oquedades por donde soplan fríos y calores pero incapaces de dar un hálito de vida, y en el que es difícil ya entrever su pretérito esplendor. Porque ese vacío por dejación de la clase dirigente –que comenzó a producirse antes del declive de la industria vitivinícola- fue ocupado por una tupida y extensa trama de intereses y control cívico tejida desde el nuevo municipio nacido con el régimen de 1978, con presunción de libertades y democrático, y presidido por lo que llegó a convertirse en un cacique de gobierno personalista, intervencionista en grado sumo, derrochador a manos llenas como si fuera con dinero propio hasta el agotamiento de las arcas municipales y el endeudamiento más aterrador, enervante y empobrecedor, amén de exhibir unas maneras despóticas del peor jaez. 








          Y aquí viene el desentrañamiento de semejante enredo sobre el origen de una forma de indumentaria en franco peligro de extinción y, ay, tememos irrecuperable ya. Nada de una influencia británica, legendaria y falsa, fruto del onirismo más pueblerino. No otra cosa que al estilo de la Capital. A imitación de como viste en Sevilla un reducido grupo social de deslumbrador -más que deslumbrante- continente; elegante a la vez que distinguido pero impregnado de lo más estético de lo popular; urbano en esencia pero lleno de pinceladas del prestigiado campo bravo; poseedor de la excelencia de lo clásico de centros urbanos centenarios y con matices de lo más pintoresco, por auténtico, de los antiguos barrios, collaciones populares y arrabales extramuros. Continente deslumbrador, no cegador ni deslumbrante por aparatosidad, atractivísimo para connaturales y forasteros –en el vestir, pero también extensivo a las formas de  vivir el diario y las ocasiones de recreo- que pierde muchos enteros en el contenido, en cuanto a clase dirigente y directora de usos y costumbres en una ciudad. Pero ante todo, y ahí radica el conque, sin reparos para mezclarse y disfrutar de las celebraciones populares que son realzadas con su presencia y activa participación: llámense Semana Santa, Feria, la Plaza de Toros o la Romería de El Rocío, por ejemplo. Grupo, más que copiado, ampliamente remedado por los mismos habitantes de la propia ciudad, capital del antiguo Reino de Sevilla, y cuyos paradigmas son los prototipos del miarma –versión populachera- y del tuvero, vulgo yotuve o papatuvo –versión aristocratiquil entreverada en campero-, razas ambas miembros de una misma especie: el aparentador. Y que tiene en el vestir también sus peculiaridades propias de subespecies pueblerinas, como reflejos de la Urbe, en destacados ejemplares habitantes de las poblaciones del Reino. A saber: formas muy aparentosa, aunque vulgarotas en el antiguo Jerez, la mayor ciudad tras la capital. Notable aunque más catetonas en otros grandes núcleos: Écija, Osuna, Carmona. Francamente catetas en pueblos medianos. Inexistentes en los pequeños. Horribles en los núcleos costeros, pues de un toque así como más cosmopolita y moderno, correspondiente por su ubicación abierta, han pasado a ser pasto de las modas ordinarias que hodierno todo lo invaden y que solamente en este trocito de la romana Bética, entre otros pocos, encuentra algo de resistencias en grupos cada vez más reducidos. 








          Hecha la hipercrítica, que no se quede por el elogio. En Jerez se vestía muy bien, notablemente en comparación. Y siempre que pongamos freno a especulaciones fantasiosas sobre orígenes, a autocomplacencias pueblerinas, a comparaciones gárrulas o a exaltaciones ditirámbicas, bueno es reconocerlo. Reconocer su existencia pasada y su tristísimo fenecer. Resumiendo: Jerez es una ciudad despersonalizada que tuvo su personalidad, gustara más o menos, con muchos defectos pero con hermosas virtudes aunque fuera en el envoltorio. Pero es que muchas veces el hábito no hace talmente al monje pero si un poquito y, además, lo distingue –por órdenes o congragaciones casi-. ¡Y ese poco qué importante es a veces! En ocasiones el mismo aire que respirábamos. 








[2] Consecuencia esperable y previsible de años seguidos de gobierno municipal caciquil, el Consejo de la Unión de Hermandades –meras marionetas a los dictados de los hilos movidos por el poder ávido de “eventos promocionales de la ciudad”, por supuesto que a costa del erario público y para engorde de los abrevados y recebados por la alcaldía- no tuvo a bien sino organizar una procesión extraordinaria llamada “Magna” para el 2000, con el pretexto del Año Jubilar. Una especie de Santo Entierro Grande pero sin Entierro, que en Jerez procesiona el Viernes Santo como Cofradía de la Piedad –cuyos palio y manto son los impresionantes antunescos antiguos de la Virgen de la O- desde la Ermita del Calvario, pretendiéndose celebrar tamaña cabalgata el Sábado, día sin estaciones de penitencia en Jerez por decisión de la Jerarquía que lo consideró “alitúrgico” –aclesial habría que considerar a determinado perlado y prelados sucesivos de la antigua diócesis asidonense-. Pero no se les ocurrió otra cosa que sacar todos los pasos sin palio a la calle. ¡Todos los pasos! Todos absolutamente todos los de Cristo –incluido uno de una Virgen en su Soledad al pie de la Santa Cruz-, es decir, ni más ni menos que treinta –porque incluyeron el de una cofradía que aún no tenía permiso para hacer estación a la antigua Colegial, pero que en esta “magna” sí se le hizo venir al centro- además de la parihuela con que la muy jesuítica –a lo moderno: poco o nada ignaciana y papista,  por no decir totalmente arrupiana, neoteologal liberadora trufada en marxista y rebeldemente antipontificia hasta la consunción espiritual más completa en la actualidad- Hermandad de la Virgen del Amor y Sacrificio tiene a bien refregarnos por las narices lo vulgares que somos todos los capillitas con ese gusto por el esplendor y el boato que tenemos, dicen que barroco. Pues bien, quedaba un mes escaso para el “evento” y no había un plan preciso ni establecido para la “magna”. Y tan magna, más bien maremagna. No se tenía la certeza ni las más mínimas certidumbres ni se habían tomado las más elementales precauciones o medidas de seguridad para que aquello se efectuase con cierto decoro, magnificencia y tranquilidad. Ahora, que no se oyó ni una voz mínimamente discrepante ni una leve queja ni una pequeña disensión, inclusive por parte de aquellas cofradías “señeras” o que creímos en ese momento que como aparentemente más serias se iban a oponer a semejante dislate. Para colmo, se prohíbe el acompañamiento de cada paso con un pequeño cuerpo de nazarenos y no se hace estación a la Catedral: o sea, se queda todo en un mero espectáculo, un mero “evento” como otros al uso, una cabalgata de pasos por el centro urbano. Sin pies ni cabeza ni civil ni religiosamente. Como remate, a la hora que comienzan a salir los pasos hacia el punto de confluencia, el cielo presentaba un aspecto terrorífico, de descarga de agua inminente y en forma torrencial como suele acaecer en Jerez; una ciudad que para más inri no tiene templos ni otro tipo de edificios donde se puedan guarecer los pasos en caso de precipitación y menos ¡treinta de una vez! Pues nada: adelante con los faroles. Y quiso el Señor apiadarse pues milagrosamente no llovió y se salvó el patrimonio artístico riquísimo y de una calidad superlativa de las cofradías jerezanas de lo que podría haber sido una catástrofe, amén de preservar todavía un tanto de su maltrecho prestigio como instituciones ciudadanas. Reacción general, eso sí, bien jaleada por los irresponsables y sumisos medios de comunicación: aplausos a rabiar hasta con las orejas y mucho sacar pecho por la “proeza” a cargo de un pueblo desnortado, sin conciencia de sus tesoros en obras de arte, embotado con cuatro baratijas resplandecientes como salvajes nativos que no hubiesen conocido otro esplendor que el allí mostrado, embriagado, en fin, y no precisamente con vino de la tierra. 








          Inmediata consecuencia: al año siguiente se modifica la carrera oficial ampliándola en capacidad y longitud. También sin un proyecto, sin unas directrices, sin  preestablecer unos objetivos nítidos, todo a prisa y corriendo como haciéndolo por cojines. Sin consultar, como era de temer, a las Cofradías, pisoteando su soberanía, haciendo a muchas de ellas retorcer sus itinerarios naturales de una forma salvaje y desconsiderada a fuer de gratuita con el consiguiente esfuerzo para cuerpos de nazarenos, costaleros y personal servidor y auxiliar.

          Consecuencias mediatas: la carrera no ha dejado de modificarse año tras año. Alargándose alocadamente. Adelantando y retrasando horarios de forma irresponsable. Cambiando itinerarios propios de cada cofradía sin más miramientos y cambiando el propio itinerario de la carrera de forma impúdica sin ningún rebozo. Se ha llegado a establecer como carrera oficial, es decir, recorrido obligatorio, trozos de calle con una estrechez inabordable estética, patrimonial y humanamente –por la dificultad gratuita, el peligro de deterioros en los pasos o lesiones de la gente de abajo y la posibilidad de hacer un itinerario por sitios más cómodos, lucidos y de más fácil acceso- para un capataz con conciencia o cuadrillas responsables, sin las mínimas medidas para las holgura que requiere un tránsito cofradiero oficial. Se ha dejado, incluso, de pasar por el Ayuntamiento, todo un acto simbólico, el de pasar por la sede del poder civil de la Ciudad, como instituciones que son las Cofradías incardinadas en la vida ciudadana y sus miembros parte de ella. Sospechamos que hasta pudo haberse planteado alguna vez dejar de hacer estación a la Catedral. ¡Pa’ qué, con lo tarde que se llega allí! 








[3] En la antigua colonia británica del atuendo elegante y el vestir distinguidamente, oh paradojas, se dejó de utilizar como prenda de respeto y propia de celebraciones de solemnidades en exteriores, matutinas y vespertinas principalmente, el muy elegante chaqué y con los nuevos vientos “democráticos” ya ni la Corporación Municipal bajo mazas o bajo el mazo -o la cabeza del martillo- lo utiliza. 








[4] A las cacicadas de la “Magna” y la Carrera Oficial se ha sumado un nuevo despropósito –aparte de la colocación en el municipio a cargo de dinero público que se realizó durante años y años de todo personaje que descollaba en el mundo “cofrade” y tenerlo, por tanto, apesebrado y bajo la férula del todopoderodoso mandamás ya mentado- que no es otro que en la ciudad con más alta densidad cofradiera del mundo –las treinta desde hace cuarenta años para doscientas mil almas mal contadas- y de dificilísimo porvenir con el más mínimo embate de las cíclicas crisis económicas en un medio empobrecido y sin trabajo, no tiene otra la autoridad eclesiástica que empezar a erigir canónicamente y a aprobar reglas de corporaciones con derecho a estación de penitencia, con o sin nazarenos, llegando a la Catedral o dando una vuelta por el barrio, durante la cuaresma, principalmente los días de la Semanas de Pasión. Demencial. La nómina de la Semana Santa es que sospechamos que debe de frisar las cuarenta procesiones de otras tantas cofradías. Pero la exactitud del dato nos importa un bledo además de aterrorizarnos. 








[5] Si algo caracterizó al gobierno municipal que “rigió” los destinos de la Ciudad durante treinta años fue el desbocado gasto público. Y si en algo se pudiese resumir y ejemplificar tamaño despilfarro fue en la compulsiva compra, colocación, reubicación, desaparición o reposición de mobiliario urbano, a las que como nuevos ricos no pusieron ni tregua ni pausa, y que no tuvo ni oposición ni remilgos, reparos u objeciones  del común. Claro, que todo cargo del dinero del contribuyente, que no del suyo como hace el hortera del nuevo rico vecino del chalet de uno en la urbanización costera de turno. Porque creemos imparcial y objetivamente que de urbanizaciones costeras se trataba. De eso iba la fijación. Si no endiquelen las hechuras del urbanismo de los alrededores de la Plaza de Toros o la Estación de Ferrocarril: “Marina D’Or” talmente. Un crimen estético y pecuniario. Y las palmeras... Miles y miles de palmeras plantadas: como un palmeral levantino; como un oasis tuareg. Todo lo más hortera que se pueda. Sin la sombra, sin el frescor, sin la luz tamizada, sin los sonidos amortiguados de las arboledas de plátanos y acacias de toda la vida de Dios. Y esas palmeras encima inmunes, las tías, a la plaga del escarabajo picoco, que sólo se cargaba el jo'í'o a las más clásicas.








[6] Esto es que lo han visto estos ojitos que se ha de comer la tierra. Monseñor Bellido leyendo una revista mientras “presidía” la procesión del Santo Entierro del Viernes Santo de 1993 en plena calle Ancha (una especie de Laraña-Villasís a lo jerezano) que da idea de la clase de respeto con que se llegaron a dejar tratar las Cofradías tanto por parte del poder civil como eclesiástico. Y sin una queja ni un esbozo de reproche. Se ganaron el desprecio, el ninguneo y el desprestigio como entidades soberanas y respetables que debían ser, a pulso. Al pulso de plegarse ante cualquier dictado del poder, sin propia opinión ni oposición a los embates más despóticos o avasalladores. Huyendo o reptando si no babeando. 








[7] Las andas del Cristo de la Cofradía del Paso del Ecce Homo son de metal plateado, con respiraderos y una urna con dos cuerpos decrecientes en altura a modo de túmulo eucarístico –tan apropiado para un Jueves Santo- sobre el que se entroniza la figura del Señor mostrado como Varón de Dolores, flagelado, coronado de espinas, con la caña por cetro y la clámide púrpura en señal burlesca de símbolos de su proclamada Realeza, acompañado detrás por las imágenes de Pilatos que presenta al pueblo y un legionario romano que custodia. Durante unos aciagos años a tal monumento artístico no tuvieron a bien sino encaramar en la trasera del canasto un pedazo de senatus descomunal, lo más desangelado del mundo y hoy felizmente suprimido. Bajo palio procesiona la portentosa Virgen del Mayor Dolor con terciopelos bordados que fueron del paso de la del Refugio de San Bernardo.  








 Fotografías: Áureo Sanz Ruiz

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