Salve, lector. Pasado ha la noche de duermevela, perezosamente lenta, que nunca se descansa bien cuando va a amanecer Domingo de Ramos. Levantados, unas vueltas, toro sesteando por el cerrado –qué corrida–, en el silencio probamos cómo la Ciudad acelera paulatinamente su pulso con las primeras Palmas: hasta el mediodía. Luego la quietud, tensa calma: por fin –primera en la calle y escalofrío de Marcha Real por las carnes– la explosión.
Hora es de tomar la Ciudad, de
hacerla otra vez, como nunca, más nuestra; de pisar distinto; de reencontrarnos
con aquel sitio –nunca más sito durante el año– y la memoria de un repeluco
–sonaba "La Estrella Sublime"–, la mano trémula de una niña, el brazo
de un hijo aupado rodeándote el cuello. Que tanto nos han visto, ay, si los
muros hablaran.
Se echan a la calle la Ciudad y su
Pueblo. Y mire, lector, cómo van tan arreglada y compuestamente; tan pueblerina
y catetamente arreglados. Perfectamente casi uniformados. Tan en el recuerdo la
vestimenta –¡supuesta ascendencia británica!– de aquellos señoritos balas
–querindongas tiradas en un camino; atropellos a guardias– que abandonaron las
cofradías cuando, ya sin posibles, no pudieron tenerlas a su antojo y
cachondeos. Qué bien van –¡cómo se viste en Jerez!– tirando de la leyenda,
falsa memoria colectiva de una postal vaída en sepia [1]. Repare qué
comportamiento cívico, urbanidad y modales; qué señorío. Igualito que en otras
partes de España. Auténtico sacrificio por magnificar la celebración, incluso
hasta lo sumiso. Pisotones, empujones, bullas: ni un mal gesto, pocas malas
caras. Qué pe’azo de Popvli tenemos; esto sí que es tolerancia y no la del
Califato. El emocionante saber estar, incluso no sabiendo, de Jerez, hasta el
último rincón, hasta comulgar con ruedas de molino.
Porque, lector, en estos Días, más
Pueblo y Senado juntos debían estar. Senatvs: nuestra representación, la del
Popvli; los encargados de que tradiciones y ritos vuelvan a cumplirse sin el
más mínimo chirrido, con la majestad y en el modo que la Ciudad demanda (o
debía demandar) [2].
¿No ha reparado la profusión de
chaqués en nuestras autoridades? [3] ¿Qué me dice de ocurrencias novedosas
metidas con calzador? ¿Y de la previsión en los cambios, siempre respetuosos
con tradición y opiniones? [4] ¿Se ha fijado en la proliferación de
"mobiliario urbano" hasta convertir en bosques las esquinas:
urinarios, luminosos, señales... y palmeras? [5] ¿Recuerda un prelado
presidiendo el Santo Entierro (calle Ancha, 1993) leyendo una revista? [6]
Basta, basta... Jerez no se los merece. De verdad, p’a Senatvs, el que pusieron
en el Paso del Ecce Homo [7]. Qué Dolor.
AUREO SANZ RUIZ
Publicado en el diario “ABC.
Edición de Jerez” el 8 de Abril de 2001, Domingo de Ramos.
NOTAS (Para lectores sevillanos poco hispalizados con escasos conocimientos béticos.
[1] Una de las más jocosas o
patéticas –no acertamos a saber bien qué- “leyendas urbanas” de la Ciudad es la
supuesta influencia “directa” británica (vía Oxford Street, Saville Row o Windsor Castle,
mismamente, con su vueltecita por un día de Ascot Derby pero sin “pamelas”) en
la vestimenta masculina. Entiéndase, los usos en el vestir de una mayoría –amplia,
sí- de componentes del patriciado urbano y la legión de ciegos imitadores que
sin ningún discernimiento ni atisbo de criterio personal los imitaba y sigue
imitando hasta extremos sublimes o ridículos –que tampoco acertamos a discernir
cuál- y, siempre, en mayor o menor grado, de tintes irremisiblemente caricaturescos.
Patriciado, decimos, o clase
dirigente vinatera y comercial mixtificada en aristocrática –por
emparentamiento con la pequeña nobleza de la zona o la venida de allende las
lindes del Bajo Guadalquivir- y terrateniente –con la adquisición de propiedades
rústicas, labrantíos o dehesas, fundamentalmente con pretensiones de ganar el
prestigio en nuestra tierra de los ganaderos de bravo-. Clase sustentadora de
una industria vitivinícola que, después de un florecimiento que comenzó en el
Setecientos y se desarrolló en la primera mitad del Ochocientos para tener su
apogeo a caballo del cambio de siglo al Novecientos, generaba un producto de
alta calidad y reconocido renombre mundial: el sherry o vino de Jerez. Empero, y
como paradoja, este patriciado en el ambiente de postguerra tendió como clase
dirigente a seguir influenciando la vida ciudadana, como no podía ser de otra
manera, pero a dejarse ver cada vez menos frecuentemente pero, a la vez que
escasa, quizás más aparentemente, puede que como reflejo de la falta de
asiduidad en los actos más aceptadamente populares y queridos en la Ciudad. Clase, que,
a su vez, cuando se dejaba ver era para exponerse como algo intangible, lejano,
esplendoroso, exclusivo. Y que iba dejando, en suma, de participar directa y
activamente en la vida urbana, cerrándose en sus círculos y perdiendo deliberadamente
protagonismo: de lo popular, en forma de los cantadísimos rumbo y tronío
jerezanos, pasaba a un estilo de vida más, diríamos, “internacional” con la
pérdida de poses castizas, tan queridas a la aristocracia romántica y cuyo
paradigma aquí fueron los Montpensier, tan apreciadas a la vez por el vulgo.
Perdieron ellos. Y perdió la Ciudad. El patriciado urbano vinatero murió, en
parte por suicidio casi colectivo. La Ciudad continúa en una agónica decadencia
de su sociedad civil –o, de otra forma, el latido del conjunto de los
ciudadanos-, que si bien nunca fue de gran vitalidad no llegó a alcanzar las
cotas del actual marasmo económico, cultural o político, bien que en sus
sentidos más abiertos y amplios se refiere. Lo que antes era cerrada, oclusa o
miope no ha pasado a convertirse en una sociedad abierta, propia de una ciudad
mediana del mundo occidental, criadora de un producto de renombre universal: el
jerez. La Ciudad madre del Jerez-Xérès-Sherry, portillo por el que se
comunicaba con el mundo, no abrió sus ventanas de par en par al nuevo aire de
los tiempos y yace como un caserón inanimado, cuajado de resquebrajaduras,
ruinas, resquicios y oquedades por donde soplan fríos y calores pero incapaces
de dar un hálito de vida, y en el que es difícil ya entrever su pretérito
esplendor. Porque ese vacío por dejación de la clase dirigente –que comenzó a
producirse antes del declive de la industria vitivinícola- fue ocupado por una
tupida y extensa trama de intereses y control cívico tejida desde el nuevo
municipio nacido con el régimen de 1978, con presunción de libertades y
democrático, y presidido por lo que llegó a convertirse en un cacique de
gobierno personalista, intervencionista en grado sumo, derrochador a manos
llenas como si fuera con dinero propio hasta el agotamiento de las arcas
municipales y el endeudamiento más aterrador, enervante y empobrecedor, amén de
exhibir unas maneras despóticas del peor jaez.
Y aquí viene el desentrañamiento de
semejante enredo sobre el origen de una forma de indumentaria en franco peligro
de extinción y, ay, tememos irrecuperable ya. Nada de una influencia británica,
legendaria y falsa, fruto del onirismo más pueblerino. No otra cosa que al
estilo de la Capital. A imitación de como viste en Sevilla un reducido grupo social
de deslumbrador -más que deslumbrante- continente; elegante a la vez que
distinguido pero impregnado de lo más estético de lo popular; urbano en esencia
pero lleno de pinceladas del prestigiado campo bravo; poseedor de la excelencia
de lo clásico de centros urbanos centenarios y con matices de lo más pintoresco, por auténtico, de los antiguos barrios, collaciones populares y arrabales
extramuros. Continente deslumbrador, no cegador ni deslumbrante por
aparatosidad, atractivísimo para connaturales y forasteros –en el vestir, pero
también extensivo a las formas de vivir
el diario y las ocasiones de recreo- que pierde muchos enteros en el contenido,
en cuanto a clase dirigente y directora de usos y costumbres en una ciudad. Pero
ante todo, y ahí radica el conque, sin reparos para mezclarse y disfrutar de
las celebraciones populares que son realzadas con su presencia y activa
participación: llámense Semana Santa, Feria, la Plaza de Toros o la Romería de
El Rocío, por ejemplo. Grupo, más que copiado, ampliamente remedado por los
mismos habitantes de la propia ciudad, capital del antiguo Reino de Sevilla, y
cuyos paradigmas son los prototipos del miarma –versión populachera- y del
tuvero, vulgo yotuve o papatuvo –versión aristocratiquil entreverada en
campero-, razas ambas miembros de una misma especie: el aparentador. Y que
tiene en el vestir también sus peculiaridades propias de subespecies pueblerinas,
como reflejos de la Urbe, en destacados ejemplares habitantes de las
poblaciones del Reino. A saber: formas muy aparentosa, aunque vulgarotas en el
antiguo Jerez, la mayor ciudad tras la capital. Notable aunque más catetonas en
otros grandes núcleos: Écija, Osuna, Carmona. Francamente catetas en pueblos
medianos. Inexistentes en los pequeños. Horribles en los núcleos costeros, pues
de un toque así como más cosmopolita y moderno, correspondiente por su
ubicación abierta, han pasado a ser pasto de las modas ordinarias que hodierno
todo lo invaden y que solamente en este trocito de la romana Bética, entre
otros pocos, encuentra algo de resistencias en grupos cada vez más reducidos.
Hecha la hipercrítica, que no se quede
por el elogio. En Jerez se vestía muy bien, notablemente en comparación. Y
siempre que pongamos freno a especulaciones fantasiosas sobre orígenes, a
autocomplacencias pueblerinas, a comparaciones gárrulas o a exaltaciones ditirámbicas,
bueno es reconocerlo. Reconocer su existencia pasada y su tristísimo fenecer.
Resumiendo: Jerez es una ciudad despersonalizada que tuvo su personalidad,
gustara más o menos, con muchos defectos pero con hermosas virtudes aunque
fuera en el envoltorio. Pero es que muchas veces el hábito no hace talmente al
monje pero si un poquito y, además, lo distingue –por órdenes o congragaciones
casi-. ¡Y ese poco qué importante es a veces! En ocasiones el mismo aire que
respirábamos.
[2] Consecuencia esperable y
previsible de años seguidos de gobierno municipal caciquil, el Consejo de la
Unión de Hermandades –meras marionetas a los dictados de los hilos movidos por
el poder ávido de “eventos promocionales de la ciudad”, por supuesto que a
costa del erario público y para engorde de los abrevados y recebados por la
alcaldía- no tuvo a bien sino organizar una procesión extraordinaria llamada
“Magna” para el 2000, con el pretexto del Año Jubilar. Una especie de Santo
Entierro Grande pero sin Entierro, que en Jerez procesiona el Viernes Santo
como Cofradía de la Piedad –cuyos palio y manto son los impresionantes antunescos antiguos de la Virgen de la O- desde la Ermita del Calvario, pretendiéndose celebrar tamaña
cabalgata el Sábado, día sin estaciones de penitencia en Jerez por decisión de
la Jerarquía que lo consideró “alitúrgico” –aclesial habría que considerar a
determinado perlado y prelados sucesivos de la antigua diócesis asidonense-.
Pero no se les ocurrió otra cosa que sacar todos los pasos sin palio a la
calle. ¡Todos los pasos! Todos absolutamente todos los de Cristo –incluido uno
de una Virgen en su Soledad al pie de la Santa Cruz-, es decir, ni más ni menos
que treinta –porque incluyeron el de una cofradía que aún no tenía permiso para
hacer estación a la antigua Colegial, pero que en esta “magna” sí se le hizo
venir al centro- además de la parihuela con que la muy jesuítica –a lo moderno:
poco o nada ignaciana y papista, por no
decir totalmente arrupiana, neoteologal liberadora trufada en marxista y
rebeldemente antipontificia hasta la consunción espiritual más completa en la
actualidad- Hermandad de la Virgen del Amor y Sacrificio tiene a bien
refregarnos por las narices lo vulgares que somos todos los capillitas con ese
gusto por el esplendor y el boato que tenemos, dicen que barroco. Pues bien,
quedaba un mes escaso para el “evento” y no había un plan preciso ni
establecido para la “magna”. Y tan magna, más bien maremagna. No se tenía la
certeza ni las más mínimas certidumbres ni se habían tomado las más elementales
precauciones o medidas de seguridad para que aquello se efectuase con cierto
decoro, magnificencia y tranquilidad. Ahora, que no se oyó ni una voz
mínimamente discrepante ni una leve queja ni una pequeña disensión, inclusive
por parte de aquellas cofradías “señeras” o que creímos en ese momento que como
aparentemente más serias se iban a oponer a semejante dislate. Para colmo, se
prohíbe el acompañamiento de cada paso con un pequeño cuerpo de nazarenos y no
se hace estación a la Catedral: o sea, se queda todo en un mero espectáculo, un
mero “evento” como otros al uso, una cabalgata de pasos por el centro urbano.
Sin pies ni cabeza ni civil ni religiosamente. Como remate, a la hora que
comienzan a salir los pasos hacia el punto de confluencia, el cielo presentaba
un aspecto terrorífico, de descarga de agua inminente y en forma torrencial
como suele acaecer en Jerez; una ciudad que para más inri no tiene templos ni otro
tipo de edificios donde se puedan guarecer los pasos en caso de precipitación y
menos ¡treinta de una vez! Pues nada: adelante con los faroles. Y quiso el
Señor apiadarse pues milagrosamente no llovió y se salvó el patrimonio
artístico riquísimo y de una calidad superlativa de las cofradías jerezanas de
lo que podría haber sido una catástrofe, amén de preservar todavía un tanto de
su maltrecho prestigio como instituciones ciudadanas. Reacción general, eso sí, bien jaleada
por los irresponsables y sumisos medios de comunicación: aplausos a rabiar hasta
con las orejas y mucho sacar pecho por la “proeza” a cargo de un pueblo desnortado,
sin conciencia de sus tesoros en obras de arte, embotado con cuatro baratijas
resplandecientes como salvajes nativos que no hubiesen conocido otro esplendor
que el allí mostrado, embriagado, en fin, y no precisamente con vino de la
tierra.
Inmediata consecuencia: al año
siguiente se modifica la carrera oficial ampliándola en capacidad y longitud.
También sin un proyecto, sin unas directrices, sin preestablecer unos objetivos nítidos, todo a prisa y corriendo como haciéndolo por cojines. Sin
consultar, como era de temer, a las Cofradías, pisoteando su soberanía,
haciendo a muchas de ellas retorcer sus itinerarios naturales de una forma
salvaje y desconsiderada a fuer de gratuita con el consiguiente esfuerzo para
cuerpos de nazarenos, costaleros y personal servidor y auxiliar.
Consecuencias mediatas: la carrera no
ha dejado de modificarse año tras año. Alargándose alocadamente. Adelantando y
retrasando horarios de forma irresponsable. Cambiando itinerarios propios de
cada cofradía sin más miramientos y cambiando el propio itinerario de la
carrera de forma impúdica sin ningún rebozo. Se ha llegado a establecer como
carrera oficial, es decir, recorrido obligatorio, trozos de calle con una estrechez
inabordable estética, patrimonial y humanamente –por la dificultad gratuita, el peligro
de deterioros en los pasos o lesiones de la gente de abajo y la posibilidad de
hacer un itinerario por sitios más cómodos, lucidos y de más fácil acceso- para un capataz con
conciencia o cuadrillas responsables, sin las mínimas medidas para las holgura que
requiere un tránsito cofradiero oficial. Se ha dejado, incluso, de pasar por el
Ayuntamiento, todo un acto simbólico, el de pasar por la sede del poder civil de la
Ciudad, como instituciones que son las Cofradías incardinadas en la vida ciudadana
y sus miembros parte de ella. Sospechamos que hasta pudo haberse planteado
alguna vez dejar de hacer estación a la Catedral. ¡Pa’ qué, con lo tarde que se
llega allí!
[3] En la antigua colonia británica
del atuendo elegante y el vestir distinguidamente, oh paradojas, se dejó de
utilizar como prenda de respeto y propia de celebraciones de solemnidades en
exteriores, matutinas y vespertinas principalmente, el muy elegante chaqué y
con los nuevos vientos “democráticos” ya ni la Corporación Municipal bajo mazas
o bajo el mazo -o la cabeza del martillo- lo utiliza.
[4] A las cacicadas de la “Magna”
y la Carrera Oficial se ha sumado un nuevo despropósito –aparte de la
colocación en el municipio a cargo de dinero público que se realizó durante
años y años de todo personaje que descollaba en el mundo “cofrade” y tenerlo,
por tanto, apesebrado y bajo la férula del todopoderodoso mandamás ya mentado-
que no es otro que en la ciudad con más alta densidad cofradiera del mundo –las
treinta desde hace cuarenta años para doscientas mil almas mal contadas- y de
dificilísimo porvenir con el más mínimo embate de las cíclicas crisis
económicas en un medio empobrecido y sin trabajo, no tiene otra la autoridad
eclesiástica que empezar a erigir canónicamente y a aprobar reglas de
corporaciones con derecho a estación de penitencia, con o sin nazarenos,
llegando a la Catedral o dando una vuelta por el barrio, durante la cuaresma,
principalmente los días de la Semanas de Pasión. Demencial. La nómina de la
Semana Santa es que sospechamos que debe de frisar las cuarenta procesiones de
otras tantas cofradías. Pero la exactitud del dato nos importa un bledo además
de aterrorizarnos.
[5] Si algo caracterizó al
gobierno municipal que “rigió” los destinos de la Ciudad durante treinta años
fue el desbocado gasto público. Y si en algo se pudiese resumir y ejemplificar tamaño
despilfarro fue en la compulsiva compra, colocación, reubicación, desaparición o reposición de mobiliario urbano,
a las que como nuevos ricos no pusieron ni tregua ni pausa, y que no tuvo ni
oposición ni remilgos, reparos u objeciones del común. Claro, que todo cargo del dinero
del contribuyente, que no del suyo como hace el hortera del nuevo rico vecino
del chalet de uno en la urbanización costera de turno. Porque creemos imparcial y objetivamente que de urbanizaciones costeras se trataba. De eso iba la fijación. Si no
endiquelen las hechuras del urbanismo de los alrededores de la Plaza de Toros o
la Estación de Ferrocarril: “Marina D’Or” talmente. Un crimen estético y
pecuniario. Y las palmeras... Miles y miles de palmeras plantadas: como un palmeral levantino; como un oasis tuareg. Todo lo más hortera que se pueda. Sin la sombra, sin el frescor, sin la luz tamizada, sin los sonidos amortiguados de las arboledas de plátanos y acacias de toda la vida de Dios. Y esas palmeras encima inmunes, las tías, a la plaga del escarabajo picoco, que sólo se cargaba el jo'í'o a las más clásicas.
[6] Esto es que lo han visto
estos ojitos que se ha de comer la tierra. Monseñor Bellido leyendo una revista
mientras “presidía” la procesión del Santo Entierro del Viernes Santo de 1993
en plena calle Ancha (una especie de Laraña-Villasís a lo jerezano) que da idea
de la clase de respeto con que se llegaron a dejar tratar las Cofradías tanto
por parte del poder civil como eclesiástico. Y sin una queja ni un esbozo de reproche. Se ganaron el
desprecio, el ninguneo y el desprestigio como entidades soberanas y respetables
que debían ser, a pulso. Al pulso de plegarse ante cualquier dictado del poder,
sin propia opinión ni oposición a los embates más despóticos o avasalladores. Huyendo
o reptando si no babeando.
[7] Las andas del Cristo de la
Cofradía del Paso del Ecce Homo son de metal plateado, con respiraderos y una
urna con dos cuerpos decrecientes en altura a modo de túmulo eucarístico –tan
apropiado para un Jueves Santo- sobre el que se entroniza la figura del Señor mostrado
como Varón de Dolores, flagelado, coronado de espinas, con la caña por cetro y
la clámide púrpura en señal burlesca de símbolos de su proclamada Realeza,
acompañado detrás por las imágenes de Pilatos que presenta al pueblo y un
legionario romano que custodia. Durante unos aciagos años a tal monumento
artístico no tuvieron a bien sino encaramar en la trasera del canasto un pedazo
de senatus descomunal, lo más desangelado del mundo y hoy felizmente suprimido.
Bajo palio procesiona la portentosa Virgen del Mayor Dolor con terciopelos bordados
que fueron del paso de la del Refugio de San Bernardo.
Fotografías: Áureo Sanz Ruiz
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