Un saludo, lector, con el cuerpo ya
por fin impregnado de aire. Ayer matamos el gusano que nos empezó a corroer
allá cuando apretaban las calores –después de espigas y Minervas; antes del
fruto de un majuelo–. Runrún en las entrañas, mustias de sentimientos. Todo ha
comenzado a renacer, despertamos nuestros sentidos a Todo y, Lunes Santo, se
nos va llenando el cántaro desde el fondón del alma.
Vacías se están quedando las sillas
en que reposaron túnicas y antifaces, las perchas en que colgaron del ropero
las capas, tras la restauración por nuestras más tiernas manos –mujer, madre,
hermanas– que tanto siempre han dicho en las cofradías. Rito sagrado de
vestirse en la penumbra de la alcoba –tamizada de velatorio antiguo; sala De
Profundis por unos instantes– el hábito nazareno, para, ya en el pasillo,
vuelta completa, conseguirnos el toque femenino de lo impecable: unos tirones,
algún ajuste. Torrija y café para las fuerzas.
Y a la calle –camino más corto, menos
transitado–, ya de incógnito, los pensamientos idos, la cara recalentada por el
vaho que no deja escapar el paño. Llegados a la iglesia, fuera el capirote:
frío, penumbra, susurros, una oración y el recuerdo. Crece la colmena,
acopiando cera, arremolinada por colocarse y sube la calor, hasta que las
puertas –fresco y repeluco; contacto con el mundo– dejan escapar en filas el
enjambre para libar por los rincones de la Ciudad y convertirla –laberinto de
calles– en un tapiz traído por el Galeón de Manila.
Atienda, lector, el discurrir de los
cuerpos de nazarenos de las cofradías, que nunca hubo más compostura, orden,
recogimiento. Elegancia de pueblo antiguo, aunque antaño ni por asomo hubiera
tanta formalidad.
¿Se ha fijado que, a pesar de la
calle, las dos filas mantienen la distancia marcada por dos cirios que se tocan
puestos al cuadril? ¿Cómo serpentean, largas, por el centro de calles anchas?
¿Ha reparado en el cirio siempre terciado en las cofradías de capa? ¿Y cómo las
que no la llevan, mantienen sus cirios sin alzar hasta que el paso está fuera,
momento en el que los suben para alumbrar, figuradamente claro, al Sagrado
Titular? ¿Y el cuadril –perfecto triángulo: catetos, brazo y antebrazo; hipotenusa,
el cirio– que forman a la cintura? ¿Se ha fijado en el garbo erguido de los
nazarenos: rectos, quizás, a veces, ligerísimo contrapposto? ¿Sus miradas
perdidas, vista siempre adelante? ¿Y sus manos: ni anillos ni reloj, nunca –que
la camisa se arremanga al codo– un puño? ¿Sus pies: sandalias de material
–cola–; zapatillas con hebilla –capa– pero sin nombrecitos; nunca –que el calzón queda a la rodilla– una
vuelta? ¿Las colas al brazo; las capas –menos con vientecito, que una leve mano
las recoge a la barriga– siempre sueltas? ¿Y el imperceptible andar por entre
el tramo de los diputados, hasta que parados, siempre de frente, mudos
permanecen, manos por delante asidas al palermo, canasto al brazo, que no hay
tanto que celar?
Son nuestra gloria estos nazarenos.
Por cierto que han salido unos cursos (Home cophrade) con especialidades:
diputado mayor de gobierno, cruz y tramo; fiscal de paso y banda. Los de juez
pa’l pueblo, que Pilatos se encarga de firmar la sentencia (algunas a reclusión
perpetua, que las ca’enas van detrás del crucifijo, qué penita).
AUREO SANZ RUIZ
Publicado
en el diario “ABC. Edición de Jerez” el 9 de Abril de 2001, Lunes Santo.
NOTAS (Para lectores sevillanos
poco hispalizados con escasos conocimientos béticos).
[1] Con el escalón de los
aproximadamente cinco años llegó a la Semana Santa de Jerez el explosivo
despertar cofradiero que con el nuevo regionalismo “autonomista” se había hecho
patente en Sevilla en los primerísimos ochenta. La masificación en el número de
nazarenos, amén de las cuadrillas de hermanos costaleros, fue generalizada como,
así mismo, la mayor compostura y orden durante la estación de penitencia. Algo
de todo esto llegó a Jerez.
Sin embargo, aunque alrededor del
cambio de milenio la incorporación de las mujeres a los cuerpos de nazarenos
hizo aumentar aún más su densidad, comenzó a registrarse una disminución lenta
y paulatina en el número de hermanos que vestían la túnica –fenómeno que parece
haberse estabilizado, incluso con un repunte actual- a la vez que se producían
las primeras muestras de la pérdida de la compostura que había reinado en la
inmensa mayoría de los cortejos penitenciales. No fue otra cosa que las
primeras nazarenas descapirotadas muertecitas de calor las criaruritas o
jartitas de coles las pobres con sus pies destroza’itoh. Casi sin solución de
continuidad aparecen los primeros nazarenos Moi acompañados de un brazo por su Yessi,
mientras que en la otra mano portaban el cirio –de cera, se entiende- para,
inmediatamente, aparecer la Vane sofocadita con el capirote al brazo y un moño
en to’ lo arto y su Kevin cani al lado cogiéndole el culo, túnica y capa mediante
o rabo, digo, cola.
De los de abajo, sus movimientos “trabajando”,
besuqueos y sollozos sonoros extramuros de los faldones, frases miarmas
intramuros, amen de tatuados brazos y pinturas murales “al fresco” del costal, ya ni digo.
De “músicos” protegidos del sol con
generosas “sun-glasses”, caracolillos o pinchos capilares, sin contar con toda
suerte de uniformidad digna de la plana mayor de algún Regimiento de Dragones
imperiales, de una reunión de lores del Almirantazgo o del servicio de camareros
deconstruidos a lo Bulli, mejor ni hablar.
De todo este movimiento participaba
la Ciudad como poseedora de la segunda Semana Santa en importancia del Reino y,
por ende, del Orbe Católico, hasta que empezó a aparecer la caquéctica situación
a la que la neoplasia hipertrófica caciquil del Gobierno municipal había
llevado a la ciudad, en general, y a las cofradías en particular. Cuerpos de
nazarenos adelgazando a pasos agigantados, anorexia en la afición cofradiera y,
a todo esto, pues venga a prolongar el esfuerzo con magnas, interminables,
metamorfósicas y evanescentes carreras, así como medallas de oro, coronaciones y
aniversatrios múltiples con salida extraordinaria incliuda. Y, por si fuera
poco, metástasis por doquier en barrios, barriadas, vísperas y los propios días
santos. Un panorama aterrador mientras la Ciudad languidece agónica económica y
socialmente.
Fotografía: Áureo Sanz Ruiz
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