El Real de la Feria de
Xerez.
Reciba, lector, mis buenos días hoy,
Martes de Feria, que puedo dárselos porque mañana ya será otro cantar, con unos
despertares apoteósicos de lo malamente que tiene uno el cuerpo. ¿Ah, que
estuvo Vd. también ayer? ¿Y que si no fue mortal, sí que se puso tela de
alegrito? Bien, bien (como se escucha a los cabales cuando se para, manda y
templa). Pues le alabo el gusto. Con la feria más larga del mundo... (no sé si
superada por la de Málaga... pero aquello no cuenta, que sería tan herético
como comparar un trono con un paso), digo, del mundo... (que tampoco aquí la
partimos en fines de semana como los Carnavales, que sería comparar una mecida
con un sobre los píes), le decía: tan larga que la asistencia de público se
resiente y lo que se resta en ambiente se gana en tranquilidad. Porque –fuera
del tópico del colorido espectacular de los días grandes– es ahora, cuando el
sol se tumba un poco y comienzan a entreverse múltiples perfiles y a matizarse
infinidad de luces, cuando no hay casi paseo de caballos, con los arrecifes
poco poblados y las crujías de casetas despejadas, cuando domina la color
trigueña del albero, el momento en el que toda la inigualable belleza del Real
de la Feria de Jerez adquiere su pura dimensión, casi desnudo, como el
campamento quedo, tranquilo porque la hueste salió a hostigar muros de
argamasa.
¿Qué tiene este Real para tener tan
alto porte, tanta majestad? Son muchas ferias
-ay, los años- con la misma pregunta buscando los porqués. Pues mire,
lector, es su ubicación casi urbana que huele todavía a campo pese a las masas
edificadas (la Ciudad sigue comenzando en el Real Convento del Orden de
Predicadores, extramuros). Es el sitio con las esquinas boscosas, como el ejido
de Propios recién roturado: hasta ayer fue campo. Son dos parques poco urbanos,
con la elegante displicencia de lo naturalmente salvaje: fue campo. Es su
forma: cuadrilongo perfecto. Es su levísimo declive acrecentador de
perspectivas. Es su disposición en cuadrícula y lo clásico (cardus y decumanus
maximi romanos del paseo) que adivinamos. Pero es sobre todo, ante todo, esa
visión inefable por la que con un rabillo nos topamos con el metal verde de la
Caseta Municipal y por el otro se nos presenta la inigualable perspectiva de la
crujía con el templete de la del Casino y los joyeles de las de González y
Domecq, los viejos troncos enhiestos por el arrecife y surmontando el verde
follaje explayado.
Esta es la clave: regusto antiguo de
años veinte –jacas colicortas alazanas, guayaberas blancas, amplias alanchas,
altas copas cónicas, cañas de vino– cuando hubiésemos querido que se parase el
reloj de la Feria. Es la imagen que afluye cuando la evocamos en un recuerdo
imposible: y nos la han quitado.
¿Seguirá siendo bonita? Sí, pero un
poco menos. Sí, a pesar de tanta barrabasada. A pesar del mamotreto de Ifeca;
de la verja de piedra sintética (cal, joé, como en los cortijos) con pirulíes
(ay, bello chapitel de San Miguel) y bolas de luz, digna del chalé de un nuevo
rico; de la iluminación chillona, verbenera; de tantísima palmera (que no dan
fresco, ni tamizan la luz, ni modulan sonidos); de tanta casetucha con
pretensiones arquitectónicas (¿para eso se tira las buenas de verdad?); de que
el ferrocarril vaya a estar más presente que nunca. A pesar, en fin, de haber
arrasado el símbolo, el rincón y la esencia, el foro de la Feria: la línea
inefable del Templete del Casino, González y Domecq. Estos tíos no pagan ni
quema’os. Y Jerez... calla (no creo ni que sufra); hasta comulga. ¡Chitón! Sí,
nos los merecemos.
AUREO SANZ RUIZ
Publicado en el diario “ABC.
Edición de Jerez” el 15 de Mayo de 2001, Martes de Feria.
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