Hacia la Plaza de Toros desde
la Feria de Xerez.
Oiga, lector, el murmullo del gentío
que se viene cuando vamos llegando al
Real que, Jueves de Feria, comienzan los días grandes. Repare en el singular
trazo de la línea que desde el pabellón del Jockey Club en la Remonta, pasa
entre los dos templetes del Real y desemboca en la Plaza de Toros. Línea
hernández-rubiana que contiene las claves de la fiesta: caballos, pueblo,
toros. El más completo e impremeditado plan urbanístico de nuestro genial arquitecto
D. Francisco Hernández-Rubio y Gómez (1859-1950). Su obra reúne todo lo que
Jerez apuntaba, llegó o no a ser y de lo que tan poco queda. No es su obra
ecléctica, no anglicista ni regionalista, tampoco Modernismo Secesión: es suya
y genial.
Me dijeron –no recuerdo bien– que la Plaza
era fea o, por lo menos, no bonita –ay, Jerez de mi alma–. Evidentemente en el
estado de conservación y adecentamiento en que se encuentra no puede lucir.
¡Igual que el mimo que tienen con la de Sevilla! Empezando por el aspecto
lamentable de los alrededores. Pero bueno, con el actual equipo de gobierno
–como se dice ahora– municipal es mejor dejarlo, que pueden empezar a ponernos
palmeras, farolas postmodernas, monolitos como aquel del Paseo o cubrirnos la Plaza
para aprovechar el sombrerazo del Gallo Azul. ¿Lo recuerda? Lástima, porque la
Plaza más garbosa y torera no puede ser.
Si la Plaza está mal, qué me dice Vd.
de los carteles. Desaparecen las corridas de la Vendimia, la Concurso de
Ganaderías y hasta la del Arte; y nos dejan las de Feria con unos carteles casi
como los de Calatayud (con perdón), de un mínimo atractivo para lo que aquí
gusta. Me podrá decir que han cambiado público y artistas. Y es la verdad: pura
y cruda. El público ha cambiado, se ha adocenado. Recuerdo aquél cabal y
exigente, tremendamente fino y elegante, hasta su mi’ajita de guasa con mucho
a’ge’, enormemente entendido.
Ver toros en Jerez –trasunto del
antiguo público del coso maestrante– era delicioso: la plaza callada ante la
expectación, la atención a la faena, el conocimiento del ganado, la valoración
de la lidia, la exigencia en la verdad del toreo, el pellizco con el arte.
Aquel murmullo de lo presentido grande, los "bien, bien" sordos, los oles
cortos y sincopados, las palmas por bulerías de los flamencos en la grada de
sol (y no la mixtificación hortera al uso). La ecuanimidad en las peticiones,
la parquedad en los trofeos, las caras de asco desaprobando a los que vinieron
creyendo que toreaban en un pueblo más. Recuerdo, recuerdos.
Curro y Paula retirados. Ya nada será
igual... pero debería parecerse en algo. Rafael, inimitable, que sólo fue más
que toda la belleza, embrujo, duende que recrear pudiera una cabeza mortal.
Romero, inigualable: el empaque y la majestad. Con Pepe Luis sin el sitio que
no le queremos dar y que sólo se consigue toreando –y su toreo no es de todas
las tardes–; con Morante que nos lo vamos a cargar nosotros mismos: me parece
que no voy a los toros y más con el tendido a dos mil duros (¿se ha fijado en
los precios en euros?). Los demás, adocenados que es como se triunfa hoy por
ahí (y por aquí).
Del rejoneo y los espectáculos
circenses de la nueva hornada de caballistas de la tierra qué le cuento.
Debería existir un gen que transmitiese la forma de montar de un señor del
campo andaluz: como los viejos vaqueros, muy asentados en la montura, parcos
los movimientos, que hay que cabalgar todo el día. Mire que poner un caballo de
rodillas, un animal que es porte y garbo. Debería haber un gen que eliminara
los efectos de la resaca.
AUREO SANZ RUIZ
Publicado en el diario “ABC.
Edición de Jerez” el 17 de Mayo de 2001, Jueves de Feria.
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