jueves, 6 de febrero de 2014

Locas... pero locas, Vd.

MARCO DE JEREZ




           No creo, lector, que haya nada más ridículo que el desenfreno con la imposible continua marcha atrás hacia la juventud perpetua. La vida que es devenir, tránsito, paso, y que se han empeñado no ya en alargarla sino en cambiarle la dirección. Afortunadamente en Jerez –que conserva sentido del ridículo y la vergüenza ajena– nos encontramos todavía con gente –la mayoría– que aparenta –mejor o peor conservada– la edad que tiene.

          Viene el asunto porque estuve con un amigo. Cuarentón él, se podría decir que en la plena madurez estaba, pues a los delatadores estigmas físicos había añadido un hondísimo fondo espiritual. Su aspecto era básicamente el que conocí, bien que con unas cuantas arrugas más, alguna que otra mancha facial, parte del pelo –que empezaba a escasear– plateando las sienes. Y ese atisbo de ruina física se mostraba al lado de una rotundidad personal manifiesta, forjada con el haber vivido auténticamente. Aprovechar el devenir lo había transformado, que mi amigo más hondo era, pleno, redondo –en una palabra– que cuando nos conocimos. Así se lo manifesté. El asintió mas comenzó a relatarme una reciente tragedia. Bien poco hacía que al irse a pelar sugirió el peluquero teñirle las canas. ¡Sus canas, símbolo de la madurez conseguida con cuántos esfuerzos! 








          Él, que había conocido cromados y cueros de los sillones de las  barberías de la Ciudad. Las rejillas de los de las de pueblo, trasuntos de cuartos de gañanía. Que conoció los “foanes” y “escáis”, los lavados de pelo y cortes a navaja de las peluquerías de los sesenta. La psicodelia de plafones globulosos colgantes y blancos cantos y tiradores lacados en los salones de los setenta. El unisex y la psicoestética de los ochenta, con mucho rayo uva y láser. Ahora se veía humillado por el modernito de turno con bata pastel, pantalón de campana, romos zapatos de plataforma, perilla, zarcillito –seguro que tatuaje– y mirada displicente de quien contempla una antigualla.








          Pero no quedó ahí eso. Que en otra distinta ocasión, apareció un blandito llongueresco que sin mediar pregunta le dijo que el problema de su crespo pelo era no hacerse la raya en el sitio adecuado. Y allí que ve Vd. a mi amigo delante del espejo, el paño puesto cual camisa de fuerza, el pelo mojado, boca entreabierta, gesto perplejo, y esa arpía con el peine dale que te pego cambiando la raya de sitio –izquierda, derecha... izquierda– sobre su ya casi venerable testa. Aún no se ha recuperado. Poner su cabeza en manos de unas locas... pero locas.



  
                                                                                                          AUREO SANZ RUIZ


Publicado en el diario “ABC. Edición de Jerez” el 16 de Noviembre de 2001, Viernes. 









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