domingo, 12 de enero de 2014

Las Santas de Zurbarán, el Infante Don Fadrique, Justorio & Rufino y el clan

T’Laraña de Sivigly (Chorónicas del Duque)

 





          Me las prometía felices cuando me enteré de la exposición y su asunto –temática, en la terminología horrorosa al uso-. Zurbarán: mi pintor favorito. Mis pinturas favoritas: sus Santas. Y el mundo de la moda y del diseño en la alta costura que me fascina –sólo hasta los sesenta y pico; luego ya fue y es otra cosa, un tanto extraña, amanerada y, muchas veces, chabacana- . Implícitamente, además, dos artes suntuarias que me apasionan: la manufactura textil de lujo y la joyería muy en orfebrería. Por descontado, el sitio: el Monasterio de Santa Clara, antiguas casas –éstas sí palacio- de habitación del Infante Don Fadrique, segundo hijo de Fernando III El Santo y Beatriz de Suabia, que le correspondieron en el Repartimiento tras la Reconquista y donde edificó la famosa y preciosa Torre de su nombre, antes de que partiera extrañado de Sevilla por desavenencias con su hermano, Don Alonso El Sabio, El Rey Nuestro Señor (q.D.g.), al parecer por ciertos asuntos sobre poesía amatoria y la Reina Doña Juana de Ponthieu, segunda mujer y viuda de su padre, aún joven y señora de Marchena.








          Supuse esta exposición como un triunfo de mis inclinaciones estéticas, después de que durante años las confesiones sobre mi favoritismo por el pintor de Fuente de Cantos, su serie de Santas, la belleza de sus vestiduras y la modernidad que representaban, siempre hubiesen causado en mis interlocutores si no extrañeza por ignorancia, sí sorpresa disgustada por incredulidad o desdén ante mis preferencias, habiendo tenido que soportar comentarios, a veces con sorna, sobre lo raro y peregrino de mis gustos estéticos y artísticos. No es que considere a Zurbarán el mejor pintor; es el que más me gusta a mí. 








          No es que crea a las Santas sus mejores cuadros; son mis favoritos particularmente. No es que sean la cumbre estética sus rostros, sus ropajes, sus aderezos; es que me han atraído de siempre a mí de una forma especial. Todavía recuerdo –y me sigue produciendo aún una sonrisa cargada de sarcasmo ante la estupidez, particularmente la mía- lo que me contestó una señora amiga, madrileña, pija total -pero de la rama de las que van de modernas, avanzadas y que ya han superado todo, todo, más que todo- cuando, recordando su ascendencia y natural extremeños, le pregunté qué le parecía Zurbarán. “Bueno, que era de Badajoz… ¿No?” me contestó con desdén autocomplaciente, como la que va veinte pueblos por delante en materia de vanguardia artística y el resto de los mortales somos la carcundia estética. Desde luego la culpa la tuve yo, por intentar dar conversación con semejantes temas artísticos ante tal calidad de gente. En fin, que ha sido nadar contra corriente y, al final, se reconocían públicamente el valor claro de mis ideas e inclinaciones estéticas, aun temiendo que se pongan de moda, lo que sería terrible: tanto borrego sin desbastar adorando a mi pintor y sus vírgenes y mártires.








          Pues no. Mi gozo en un pozo. Un viacrucis estético con sus correspondientes estaciones fue la visita a tan mentada muestra el sábado anterior pasado. La primera, comprobar que al precioso edificio regionalista de la esquina de la calle Becas, enfrente de las paredes del convento, lo habían dejado con el ladrillo desnudo en basto, cuando no está concebido ni como visto ni es agramilado, sino para enfoscar y encalar. La segunda, la entrada postmoderna por la trasera del cenobio franciscano, con su muestra de diseño, todo en un marrón mugriento tan al uso, teniendo como tiene el monasterio de clarisas una preciosa portada al compás por la calle de su nombre. 








          Tercera: después de la taquilla prefabricada tipo caracola en medio de la calle como aquel que dice, para entrar en el recinto una escalera ikeana estrecha y empinada para “esnucarse”. 








          Y lo más triste: la maravillosa serie de Santas colgadas de las paredes de una de las elegantísimas estancias del convento, con su impresionante cubierta de alfarje de carpintería de lazo, y no se les ocurre otra cosa que poner las paredes en negro –con la puñetera manía del sucio negro grasiento hasta en la vestimenta de los camareros y los uniformes de las bandas de música- en vez del blanco propio del sitio; montar una iluminación ya no sólo mal planteada sino apagada, fría –con lo bien que hubiera quedado una cálida rubia- y que te impedía, con unos nefastos reflejos, contemplar las obras –luminotecnia mala, cutre y pobre-; y, por fin,  colocar un entarimado de casi un metro de alto sobre el que te tenías que encaramar para contemplar los cuadros, separados como con una espacie de foso del espectador; masa de tarima que achaparraba el longilíneo espacio de la sala y, encima, crujía. 








          Sí, sí, lo juro, es cierto: estabas deambulando al ver los cuadros y se oían crujir los pasos sobre la moqueta que cubría las tablas del piso, con lo cual el encanto y la delectación en la contemplación de tan bellas obras se te desvanecían, viniéndose al suelo, y nunca mejor dicho. 








         Este es el despropósito perpetrado por los que han montado tal engendro. Menos mal que en una esquina había, dentro de un fanal, un maravilloso traje del genio: Balenciaga. Sobre la estancia alta, donde se exponen las obras actuales de trajes inspirados –es un decir; y mucho decir en más de un caso- sólo comentar que, salvados tres o cuatro, como toda la alta costura contemporánea, es de mala calidad técnica, no viste -no sirve para llevar ni realzar la figura femenina- y es más que dudosa en cuanto a valores estéticos, plásticos y artísticos. 










          Para rematar, penetro en el elegante patio principal y desde el claustro contemplo cómo el edificio permanece aún sin restaurar y cayéndose literalmente a trozos. Salvo las estancias bajas de la panda de levante que, reconvertidas en oficinas, llenas de mesas y ordenadores –la burocracia, y más burocracia, que no falte- para no sé qué de la bienal y el flamenco y dale con la cultura oficial, estaban “restauradas”, lo demás yace en un estado lamentable. Así las cuatro pandas de la galería del mencionado patio, que conservan frescos preciosos de un muy reciente descubrimiento. También la esbelta espadaña, presa del jaramago, una de las mejores de la Ciudad y eso que es difícil donde las hay tan buenísimas. 





  



        Del compás y su preciosa portada a la calle, del maravilloso atrio porticado de acceso al templo con su clásica serliana manierista –un arco de medio punto entre dos vanos adintelados laterales, como se imitó luego en la Basílica de la Esperanza-, de la misma iglesia, cuajada de retablos montañesinos y con una cabecera de coro sublime, con las rejas del bajo y del alto y dos precisos comulgatorios, todo en yesería también manierista, ni rastro: no visitable. Del jardín donde se sitúa la Torre de Don Fadrique y a donde fue trasladada la portada que daba acceso al Colegio de Santa María de Jesús –estudio general y primera universidad hispalense- en la Puerta de Jerez, amén de otras obras –lápidas constitucionalistas, estatuas de Fernando VII- ni la más remota pista. 








          Digo yo, ya que se hace la exposición y se le da tanto bombo, por lo postmoderno y por tanto progre de guardarropía, se debería haber aprovechado y hubiera sido conveniente remozar para su visita el impresionante recinto donde refugiada Doña María Coronel y perseguida hasta las cocinas, se quemó la cara con aceite hirviendo para evitar, ya para siempre, el lujurioso acoso de Don Pedro El Justiciero, mal llamado El Cruel, antes de convertir las casas de habitación que fueran de sus padres en convento también de clarisas de Santa Inés -donde permanece incorrupto su cuerpo-: recinto, decía, del Monasterio de Santa Clara de la Segunda Orden de San Francisco de Asís, joya espiritual y artística de esta sobrecogedora Sevilla, víctima del olvido y la incuria de tantos de sus habitantes. 

















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