sábado, 25 de enero de 2014

Portento de un "descontextualizado"

Ars Passionis









                   Nunca he visto nada más portentoso pintado sobre nuestras Cofradías. Acudí a la Exposición bien entradita ya en días. Dejando correr al toro; atisbando querencias y embestida. Tranquilo. Recabando opiniones. Una: un pintor “del montón” (“¿Qué?”) y que había tenido que meterse en las salas de los clásicos de la Escuela Sevillana para que no se le agriase la tarde (“¡Uf, vaya por Dios, Jesús, con los espíritus tan refinados y exquisitos!”). Otra -la de acompañantes de tan airada y frustrada criatura crítica-: “No sabemos bien por qué o qué le paso. O si traía algo preconcebido en la cabeza y se lio con los prejuicios. Nos pareció una exposición estupenda de un maravilloso pintor. Ya sabes que en casa siempre se le ha considerado un genio… De todas maneras, objetivamente, creo que las obras son extraordinarias. Claro, que si luego no se te ocurre otra cosa que empezar a ver Valdés, Roelas o Zurbarán, pues ya me dirás. Hay que ir al Museo ese día para ver solamente la Exposición, pensamos. ¿No?”.






         


          Me acerqué al antiguo Convento de Santa María Comendadora de la Merced, Casa Grande de su Orden Calzada en Sevilla, despacito y pensando que el maestro, en sus últimos años, le habría pintado a los yanquis de la “Hispanic Society of America” de Nueva York una serie de murales para su biblioteca de tono efectista, de mucho preciosismo sobre costumbres y tipos españoles de diversas regiones, para dejarlos con la boca abierta pero que, al fin y al cabo, no iban a dejar de ser murales, carteles para impresionar o decorar.






          


          Qué impresión, sí, impresión más sublime ante tamaño dechado de arte de los más altos quilates. Qué sensación de emoción más desbordante cuando, desde la puertecita del pequeño patio, me disponía a entrar en el otrora refectorio de tan afamado cenobio mercedario, hoy museo, y comencé a intuir la grandeza de “La pesca del atún en Ayamonte”. Qué colosal de tamaño –con lo difícil que es pintar con trazos tan sueltos en ese formato, y que lo digan los archivalorados maestros del Impresionismo francés que lo empleaban chico, chiquitísimo- pero sobre todo de calidad artística, lo colosal de su arte. Qué colorido, qué composición, qué naturalidad y frescura más prodigiosos. Cuánta verdad había en aquella obra. Una vez en la sala y absorto ante el plateado de los túnidos arrastrados por entre los ocres de la arena, tamizada por la sombra de las velas albas, entre los blancos y los carne de los pescadores, con las salpicaduras sanguinas de granate por aquí y por allá, absorto, digo, giré la vista hacia la cabecera del recinto a mi mano derecha.



 




Quedé con la respiración entrecortada y contenida. Con una sensación interior de plena admiración satisfaciente, de gozo hondo. Un gran paso de palio decimonónico, terciado en una calle, de pronto recibía la orden del capataz: “Esa derecha a’lante. Bueno”. Y se enderezaba para proseguir su marcha precedido por los mejores nazarenos que se han pintado nunca –y, por experiencia, sé lo difícil que es dibujar un nazareno de Sevilla, casi tanto como un palio, y que no te salga de proporciones grotescas, de caricatura o perspectivas imposibles, inabarcables-. Tras un fugaz lapso, la razón desengañó a mi mente de la mentirosa impresión que le habían traído los ojos: no era una película, era un cuadro. El movimiento lo había creado artificialmente mi cabeza una vez impresionados los sentidos. Se trataba de un estático mural. Pero con las calidades de un cuadro. Joaquín Sorolla y Bastida: un genio.








          El programa de mano –ya tranquilamente reposando de la delectación de tanta belleza en el claustro grande- me dio la razón sobre lo que intuí hace mucho: un maestro nacido en un mal momento. La época en que una serie de críticos disparatados y público vano empezaba a darle carta de naturaleza como Arte a las vanguardias en forma de cubismo, abstracción y otras tendencias vulgares, plenas de afectación y artificiosidad, de fútil novedad que te vendían –y siguen vendiendo– como genialidades. Así nos va. A ver quién tiene cojines de meterse una tarde en un museo de arte contemporáneo cualquiera. Además es que era español. Anatema.







         
          Aclarando: aunque los nazarenos parecen de La Carretería, el palio es el maravilloso antiguo de la Virgen del Rosario de Monte Sion  de 1847 y autor desconocido, que lucía junto a un extreordinario manto bordado por la genial Eloísa Ribera en 1884. La otra: el artista en el claustro de San Clemente El Real, de monjas cistercienses (bernardas) y filial del de Santa María de las Huelgas en Burgos, panteón real, cuya primera abadesa fue la noble dama Doña Gontrueda Ruiz de León y luego Doña Berenguela (o Berengaria), Infanta de Castilla, nieta de San Fernando e hija de Don Alonso El Sabio, El Rey Nuestro Señor (q.D.g.) que la hubo de la reina Doña Violante (o Yolanda o Yolant) de Aragón fija del Rey Jaime El Conquistador y Violante de Hungría.









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